22 de febrero de 1987, son las nueve de la mañana y ya es hora de desayunar. Bajo los peldaños de la escalera agarrándome firmemente a la barandilla, voy lenta pero segura, mis rodillas ya no son lo que eran.
Vivo en este hostal desde que me jubilé hace más de diez años.
Mi difunto marido procuró que tuviéramos unos ahorros para no pasar penurias cuando fuéramos mayores. Me gusta vivir aquí con el trasiego constante de huéspedes. Bajo ningún concepto pienso acabar en una residencia rodeada de ancianos. Seré vieja,pero soy una persona vitalista y alegre y sé que en una residencia me iría apagando como una vela.
Necesito hacer cosas nuevas, conocer gente y sobre todo tengo una necesidad imperiosa de aprender.
Por eso me vine a vivir al hostal, si puedo evitarlo no quiero perder mi tiempo limpiando una casa deprimente rodeada de recuerdos.
Prefiero leer en La Vanguardia cómo va la Guerra de Iran-Irak mientras tomo mi café con leche y una tostada, con la despreocupación propia de quien sabe que, cuando vuelva de su paseo matinal, tendrá la habitación impecable y la comida hecha.
Cuidarse es una de las virtudes que cultivas con la edad. por eso me obligo a caminar cada mañana un par de horas. soy consciente de que mientras pueda subir las escaleras que llevan a mi habitación seré totalmente libre.